Pencho en el ocaso

Pencho en el ocaso

“Que suerte tienes cochino, que en el final del camino, te encontró la sombra fresca de una mujer de veinte años, donde olvidar los desengaños de 10 lustros de amor, Tío Alberto…”

Tío Alberto - Joan Manuel Serrat

Pencho tiene ya 69 años y, aunque no hay edad buena para entrar en prisión, es aún más triste cuando el que lo hace está dando sus primeros pasos de hombre en este mundo, cuando es tallo tierno o, como en el caso de nuestro protagonista, cuando ya ha dejado atrás la mayor parte del camino y ya ha es un tronco grueso y rígido.

Pronto se extendió la leyenda por el patio - “Mira ese abuelete, ese que cojea un poco, es el que fundó la discoteca Maná y la Límite. No veas lo que mandaba ese… Míralo, que clase tiene el tío” - Para los que no seáis de esta zona, ni de mi generación, la discoteca Maná fue una de las discotecas más emblemáticas de la Costa Blanca, un modelo a seguir para todo lo que vendría después, un templo de la música electrónica y de la química a escala industrial. Y aunque yo jamás he estado ahí, si que han llegado a mis oídos, desde diferentes ángulos, un montón de historias de fiestas épicas en ese lugar. Pero de todo eso hace mucho tiempo. Del Pencho en la cima, del Pencho apuesto y poderoso, del Pencho invencible, de ese Pencho apenas quedan reflejos languidecientes. Sólo queda la nostalgia que arrastra por el patio y que a veces reparte en forma de relatos deslumbrantes para la mayoría, seleccionados entre su versión privada de “Las mil y una noches”. Noches repletas de glamour, excesos, trozos de sueños cumplidos, fajos de billetes, gogos al por mayor, pastillas para no dormir, animales exóticos, cuadros caros decorando el despacho de arriba, DJs internacionales y muy “colocados”, famosillos en decadencia, nieve en polvo sobre espejos rotos y escotes, seguridad hortera y trajeada, policías de paisano en la zona VIP, ríos de Möet Chandon, sexo en el parking oscuro y rebosante y algún que otro cachivache del territorio más selvático de su memoria.

Camina por el patio y se sienta en un rincón a fumarse un Montecristo del n°4 que nadie sabe cómo ha conseguido. Lo hace como lo hacen los dandis, como si estuviera esperando empezar una partida de golf o algo así. Recostado en un banco, con aire ausente, viste vaqueros de marca y una camisa inexplicablemente planchada y de color azul cielo, como sus ojos. Conserva todo su pelo blanco, polar, harinoso. Muy bien peinado, con la raya a un lado, muy marcado, como la de un niño. En su cuello se anuda desordenado un fular violeta, que en este contexto le da un aire cómico. De hecho, todo en él desentona en este patio, su puro, su edad, su actitud, sus gestos... Y como el amor es ciego, lo que menos encaja con él es la preciosa mujer con la que se casó en segundas nupcias y que le dio sus dos últimos hijos. Ella tiene veinticinco años menos que él y todos los fines de semana, en la comunicación por cristales, viene a verlo con los dos pequeños. Pencho se infla como un pavo, con su fular violeta y presume corrigiendo a todo el mundo - “No, no, no... no es mi hija, ni mis nietos, son mi mujer y mis hijos” - Y en ese momento se le encienden los ojos de orgullo, pero su mirada esconde el temor de los que poseen algo que no están seguros de merecer. Me dice que está muy enamorado de ella y que a veces le hace sentir viejo y a veces joven, pero que en todo caso le hace sentir vivo. Irradia amabilidad a través de su mirada rápida y vivaz y de su sonrisa desenvuelta y oportuna. Son reflejos inconfundibles de conquistador marchito. Tienes la impresión, cuando conoces a este hombre, que todo en él ha sido siempre agradable y de que no hay duda de que es inteligente. Pencho se ha quemado muchas veces porque nunca ha tenido miedo del fuego. De tanto poner a prueba su arrojo, no es la primera vez que acaba en la cárcel, siempre por buscar atajos ilegales y recuperar al menos alguna migaja de la vida que llegó a alcanzar y perdió en los tiempos del Maná, tiempos de abundancia legal, éxito incomprensible y un poco de “todo es posible”. Sus ojos, increíblemente despiertos, te miran con una fijeza inquietante, como si no hubiera un solo detalle que se le pudiera escapar. Con ese azul casi insultante, las pestañas muy negras, como pintadas, y las cejas pobladas e igual de polares que su pelo que suben y bajan mientras explica:

- Pude mucho tiempo con las drogas Isaac, estaba rodeado de ellas. Imagínate, la coca y el éxtasis eran moneda de cambio en Maná y, aunque jamás fue mi negocio, estaba en su ADN, seamos sinceros. ¿Qué serían esas discotecas sin química? Y yo allí, resistiendo en medio de todo eso, al margen de la droga, pero viéndola pasar, sin tocarla... Y mira que me ofrecieron negocio, pero ganábamos tanto sólo con las entradas y las copas que ni se me ocurrió. Me invitaron 10.000 veces y 10.000 rehusé, pero a la 10.001 la cagué, en mi puto cuarenta y seis cumpleaños acabé metiéndome una raya... Maldita raya, maldito desastre... Ese fue el principio del fin. Ahí empecé a perderlo todo, la cabeza, la cartera y el corazón. Que arrogante y gilipollas fuí. Pensaba que a mi no me podía pasar nada, que a mis años todo estaba controlado, pero que va, mejor no tenerla cerca, por muy claro que lo tengas. Esto es como el que dice que pone el coche a tanto o que llega a tal sitio en tanto tiempo y que no pasa nada, porque él controla. Y un día se le va ese control en una curva y se mata. Nunca es tarde para cagarla Isaac, ya ves, yo empecé muy tarde, cuando creía que ese era un riesgo de jóvenes, como si yo fuera intocable y lo perdí todo…

Un día plomizo y húmedo, paseamos por el patio y me habla de sus achaques, que si está hecho una mierda, que quien le ha visto y quién le ve, que le cuesta un mundo una erección, qué la úlcera le está matando y, sobre todo, “esta mierda de cojera que arrastro”. Y a mí, no se me ocurre otra gilipollez mejor que sugerirle que se haga con un bastón o algo y claro, consigo que me dispare un mirada que me inmola y que me deja claro que antes gatearía, que eso sería como una especie de renuncia, o de rendirse, como la confirmación de lo que lleva años evitando, ser viejo.

También pasa gran parte de su tiempo jugando al dominó y siempre lo hace con gente más joven. Creo que algunos hombres mayores, cuando son inquietos y han vivido mucho, cuanto más viejos, más quieren seguir viviendo. Y si sus achaques no se lo permiten con plenitud, es entonces cuando, esperando algún tipo de contagio, buscan rodearse de quienes exhalan juventud y potencia, como sus compañeros de dominó, como su mujer o como Manuel.

Manuel es un chaval joven, muy noblote y afable, con un entusiasmo desbordante y absolutamente decidido a dejar atrás el error que cometió y empezar de nuevo.

- Manuel, emprender está bien y empezar a ser tu propio jefe y todo eso... Pero lo de financiarte haciendo de mulero no debería estar en el plan de negocio, que mira lo que pasa…

Con esa lección aprendida a base de años de cárcel y de hacerse mayor, en un taller improvisado que impartí a algunos compañeros sobre “emprendimiento de guerrilla”, me contó emocionado su sueño empresarial, montar una discoteca. Lo hizo con detalle y con esa convicción que te hace pensar que lo va a intentar de verdad, que no se va a quedar la cosa en la fase de idea. Al principio no caí, hasta que un día, tras escuchar el relato de cómo Pencho construyó su imperio evanescente, me vino a la cabeza la frase de mi tocayo Isaac Newton cuando decía: “Si he conseguido mirar tan lejos es porque he subido a hombros de gigantes” y en seguida pensé que Manuel se tenía que subir inmediatamente a los hombros de Pencho y ponerse a divisar en el horizonte su discoteca. Y Pencho, que es un buenazo, pronto entregó sus hombros, su cabeza y toda esa experiencia acumulada. Y con Manuel en la grupa, descubrió asombrado que ser mentor era una de las mejores cosas que le habían pasado y de pronto recuperó un esplendor perdido. Y como buen mentor, no dejó de hablar del camino a coger, de las curvas y de las cuestas, pero sobre todo, le hizo mucho hincapié en las señales de peligro y en todos esos atajos que jamás debería coger.

Y ya veis, aún estando en la cárcel y aunque de un modo humilde y algo patético, recupero un pedacito de mi naturaleza “networker” que tanto ejercía en libertad y que formaba parte de mi vida profesional. Me siento feliz cuando les veo juntos, mentor y emprendedor, y me invaden recuerdos de mis tiempos en Lanzadera y en tantos otros foros de emprendimiento en lo que he disfrutado tanto. Se les ve concentrados, intercambian ideas con entusiasmo, como si estuvieran solos en el patio, ensimismados en sus asuntos. Pencho explicando con pasión y Manuel apuntando en su libreta roja con auténtico interés. Míralos ahora, aunque al principio olisqueaban sus intenciones como dos perros desconfiados, han acabado montado una sociedad cuyo único capital inicial es una alentadora mezcla de entusiasmo, melancolía y experiencia.

Pencho cumple prisión por mercadear a pequeña escala con chocolate. Le confieso mi antipatía por los traficantes desde que Chuchín, un amigo de mi padre al que admiraba mucho, perdió la cabeza y la vida por la cocaína. Como defendiéndose, me expone sereno y con convicción los argumentos que consiguen mantener, al menos, su conciencia a flote. Además, me aclara, poniendo su mano férrea sobre mi hombro y sacudiéndome como si me quisiera despertar suavemente, que él sólo “ha movido” hachís en cantidades ridículas y que no podría mover cocaína porque fue la droga que hizo que lo perdiera todo.

- Lo siento mucho por tu amigo, de corazón te lo digo Isaac, yo también he perdido algún amigo por culpa de la cocaína y a mí casi me cuesta la vida...menuda hija de puta. Pero fíjate hijo (cuando me llama hijo lo encuentro más viejo que nunca), date cuenta como aquí conviven los traficantes con los adictos y lo hacen sin resentimiento. Y si les preguntas la razón por la que cayeron en la droga, es raro que algún drogadicto le eche la culpa a su camello. Más bien suelen echarse la culpa a sí mismos o al entorno. Responsabilizan a la necesidad de huir, de evadirse ante determinada circunstancia o de si mismos y, ante su debilidad, nunca atribuyen el problema su proveedor.

Y ya en un tono más político, Pencho se pregunta en voz alta mientras camina a mi lado arrastrando su cojera, con las manos en la espalda y mirando el muro de enfrente como atravesándolo - ¿Y qué me dices de las drogas permitidas, como las casas de apuestas, las marcas de alcohol o tabaco o las farmacéuticas que se pasan vendiendo vicio con receta? Eh, ¿qué me dices? Todo son drogas. Todas tienen su mercado de adictos. Todas matan de una manera u otra. - Yo le contesto un poco tajante, poniéndole también la mano en el hombro y sacudiéndole, imitando su gesto. En parte le doy la razón, pero le recuerdo que él acabó cayendo justo por lo cerca que las tuvo y que todo lo que las acerca no es bueno. Este argumento le desarma y asiente con la mirada de nuevo perdida en algún sitio su pasado. Y cuando vuelve a las quejas me enfado:

- Pencho, ¿de que te quejas? Has vivido una vida acojonante, intensa, llena de logros, tienes un montón de hijos que te quieren, una mujer que te ama y, aunque no lo has conservado, hiciste algo memorable y eso no es fácil. Cuando pienso en lo que llegaste a crear, me recuerdas a esas estrellas del rock que tocaron la luna y luego lo perdieron todo, quiero decir, que perdieron la vida. Y tú, sigues aquí tío, agradece…

Un día, me vino a la cabeza un verso de Borges que me hizo pensar inmediatamente en la vida de este hombre. Lo recordaba a trozos y conseguí hacerme con él con la idea de compartirlo con Pencho. Resolvía con exactitud y belleza, como una moraleja, lo que le tenía que servir a Pencho como acicate y recompensa de una vida intensa. Lo compartí con él, para recordarle, para confirmarle, para inculcarle que no lo había hecho tan mal. Se lo recité con gravedad, en el banco de este maldito patio de cárcel… Y con la piel de gallina y con emoción, pude ver como usaba con disimulo su fular violeta para secarse una lágrima. No te quejes Pencho, no te quejes…

Su último poema - Jorge Luis Borges

Si pudiera vivir nuevamente mi vida

en la próxima cometería más errores.

No intentaría ser tan perfecto, me relajaría más.

Sería más tonto de lo que he sido, de hecho, tomaría

muy pocas cosas con seriedad.

Sería menos higiénico.

Correría más riesgos, haría más viajes, contemplaría

más atardeceres, subiría más montañas, nadaría más ríos.

Iría a más lugares donde nunca he ido, comería

más helados y menos habas, tendría más problemas

reales y menos imaginarios.

Yo fui de esas personas que vivió sensata y prolíficamente

cada minuto de su vida,

claro que tuve momentos de alegría.

Pero si pudiera volver atrás trataría de tener

solamente buenos momentos.

Pero si no lo sabes, de esos está hechos la vida, solo de

momentos; no te pierdas el ahora.

Yo era uno de esos que nunca iba a ninguna parte

sin un termómetro, una bolsa de agua caliente, un

paraguas y un paracaídas.

Si pudiera volver a vivir, comenzaría a andar descalzo a

principio de la primavera y seguiría así hasta concluir

el otoño.

Daría más vueltas en bicicleta, contemplaría más

amaneceres y jugaría con más niños, si tuviera

otra vez la vida por delante.

Pero ya ven, tengo 85 años y se que me estoy muriendo.

Libros como puentes 2

Libros como puentes 2

Mindfulness en prisión

Mindfulness en prisión