Crecer, ayudar, comunicar y El Cristo de Medinaceli

Crecer, ayudar, comunicar y El Cristo de Medinaceli

“Si la vida te da limones, haz limonada” - Refranero español

“Crecer, ayudar, comunicar”. Así resumía mi amigo Jaime López-Chicheri mi paso por aquí. Brillante síntesis. Sólo cuando escribo, cuando siento que mejoro física o mentalmente o cuando tengo la sensación de ayudar a alguien me siento bien y le doy verdaderamente la espalda a la adversidad. En los breves espacios en los que ando despistado en otros asuntos las sombras siniestras de la prisión acechan.

¿Qué partido le voy a sacar yo a todo esto? ¿Qué aprendizaje me llevo? ¿Cómo minimizo el sufrimiento? ¿Cómo impacta esto en mi vida? ¿Cómo lo voy a afrontar? Son algunas de las preguntas que me afano en contestar en “Amanecer en el abismo” desde el que os narro este episodio de mi vida. Son preguntas necesarias, pero ojo, en este tiempo he aprendido también a esquivar
interrogatorios absurdos que no conducen a ninguna parte. He sustituido por ejemplo el “¿Por qué a mi?” por el “¿Para qué a mi?” y, la verdad, es que así me va mejor.

Hace mucho escuché una breve historia que me resultó muy interesante pero que jamás puse en práctica. Pitágoras pedía a sus alumnos que se formularan con rigor y disciplina tres preguntas a diario para poder seguir creciendo:

  1. ¿Qué has hecho bien hoy?

  2. ¿Qué has hecho mal hoy?

  3. ¿Qué podrías haber hecho hoy y has dejado por hacer?

Desde que estoy preso intento hacer este ejercicio y, aunque a veces me parece un poco ridículo por el poco margen de maniobra que tengo en prisión, me ayuda a hacer un diagnóstico diario que me produce una atrayente sensación de control y evolución. Podrías pensar, ¿pero qué dice este loco?, ¿Qué evolución ni que cojones si su vida se ha detenido? Bueno si, maticemos un poco lo de “evolución”. En efecto, mi evolución profesional por ejemplo se ha detenido en seco, tampoco parece que mejore mi “networking”. También se han frenado mis viajes con lo mucho que aprendía en ellos, en esta etapa me conformo con viajar a través de los libros. Y qué decir de ese apasionante mundo de experiencias en libertad, eso por no hablar de mi familia, de la terrible sensación de no poderles entregar mi tiempo...

Pero aclaremos que yo me refiero a una evolución basada en la voluntad de aprovechar a toda costa lo que la vida te ofrece en cada momento, por mucho que no corresponda a lo que esperabas. Cuando la vida te dice “Esto es lo que hay chaval, lo tomas o lo dejas”, hay que contestarle sonriendo y mirándole a los ojos “¿Estás de broma? Trae para acá pero ya, que vamos a hacer limonada.”

Voy a utilizar uno de mis breves relatos desde prisión para aterrizar la idea:

Os presento a Ignacio. Este hombre ha vivido, cuanto menos, 4 vidas a lo largo de sus más de 50 años. Me resumió su historia familiar como un general que se deleita mientras explica señalando sus conquistas, pero en lugar de hacerlo en un mapa utilizó el corcho atestado de fotos de su celda. Desbordándose por los marcos y sujetas con grapas, se cuelgan las imágenes de sus 7 hijos, que van desde los 2 a los 35 años y que provienen de 4 mujeres diferentes. Señalándolos con su dedo cuidadosamente, me los introduce uno a uno y lo hace con un revoltijo de orgullo, nostalgia y afecto indescriptible que le hacen saltar las lágrimas.

Peina canas y su mentón anguloso está enmarcado por una barba recortada y también canosa. Sus ojos pardos te miran con un brillo acerado apuntando ligeramente más allá de tu mirada y eso parece darle trascendencia a lo que dice. Lleva su torso y sus brazos colosales repletos de tatuajes. Entre ellos, como una premonición del sufrimiento con el que iba a tener que combatir, una frase lapidaria que dice “Dios le da sus peores batallas a sus mejores guerreros”. A pesar de esa corpulencia de años de gimnasio, que ya la quisieran muchos veinteañeros, parece invadido por una persistente mansedumbre que sólo en contados casos desaparece, dejando que despierten los rescoldos de bravura que habitan en su corazón y su temperamento repentino deja a más de uno hundido en un mar de asombro y respeto.

Ignacio me atrajo desde el principio por que se le veía siempre apoyando, con un empeño de santo, a esos presos que abundan por aquí con irreparable destino, que entran y salen de la cárcel como el que se cambia de camisa. En sitios como este abundan hombres con enormes carencias afectivas, que hace tiempo dejaron de creer en sí mismos. El más leve indicio de que alguien se preocupa por ellos supone en su corazón una reconfortante hoguera en plena tormenta polar.

No voy a hablar de su condena, sólo diré que su historia es una de esas constataciones de que la justicia no es precisamente un reloj suizo, (no quiero que este blog se dedique a poner a la justicia en la picota, ya os dije que no es ese su objetivo). Ignacio siempre se ha buscado la vida bien, dice que nunca se le han caído los anillos a la hora de trabajar cuando hacía falta dinero.“Y mira que he tenido que alimentar bocas Isaac”, me dice mitad con orgullo, mitad con nostalgia. Dedicó mucho tiempo a ser camionero por media Europa hasta que su vocación finalmente le llevó a tener un par de gimnasios. Ahí es donde él es feliz, entre hierros y sudor. Posee un conocimiento enciclopédico acerca de alimentación, educación física y culturismo. A esto último se ha dedicado la mayor parte de su vida. Además de haber preparado a muchos atletas, ha ayudado a mucha gente a superar las pruebas físicas para distintas oposiciones.

Puedes encontrar a Ignacio todos las mañanas a las 8:30 AM, llueva o nieve, en una esquina apartada del patio, mirando a un trozo de cielo, siempre en la misma dirección mientras reza con fervor una breve oración al Cristo de Medinaceli:

No me mueve mi Dios para quererte, el cielo que me tienes prometido,

Ni tampoco el infierno tan temido para dejar por ello de ofenderte,

Muéveme señor, muéveme el verte clavado en esa cruz y escarnecido.

Muéveme el ver tu cuerpo tan herido, muéveme tus afrentas y tu muerte,

Muéveme y en tal manera que si no hubiera cielo yo te amara y si el infierno no existiera te obedeciera, te respetaría y te quisiera.

Señor mío, no me tienes que dar porqué te quiera.

Porque aunque mi libertad que tanto espero no esperara todos los días de mi vida mientras viva yo a ti mucho te quisiera

Más tarde, a las 9:15 AM, empiezan sus clases de educación física y durante un rato, la atmósfera del patio cambia, pasando de ser un lugar caótico y deprimente a un espacio armonioso de superación e instrucción al más puro estilo de un cuartel militar de las fuerzas especiales. Se escuchan tronar alto y claro sus gritos de increíble Hulk reverberando en los muros: “1, 2, 3, 4… ¡vamos coño que esto no es una clase de aerobic!¡vamos mis guerreros, sin dolor no hay gloria!

Eso sí, que sea duro no evita que trate a cada preso como si fuera un cliente VIP en alguno de sus gimnasios. Admirable. Es unos de los tipos a los que más aprecio tengo aquí dentro. Nuestra relación se fraguó a base de conversaciones arañadas semana tras semana hasta que acabé convirtiéndome en su amigo, en su alumno y en su profesor al mismo tiempo. Es curiosa mi relación con él, tan pronto asume el rol de padre consejero y sabio como el de hijo frágil y desorientado. Nos aliamos ayudándonos mutuamente para darle a esta mierda de situación una perspectiva positiva. Nos empeñamos mano a mano en aprovechar el tiempo y asegurar una sensación al final del día de crecimiento en algún sentido. Cuando la voluntad se hace la remolona, la perseguimos juntos y eso facilita las cosas.

En verdad, hemos hecho un trato, yo le enseño a tocar la guitarra y el me pone a tono. Tras tres meses de clases ya empieza a manejar algunos acordes. Aunque abraza la guitarra con la torpeza y el gesto de un oso, sus dedos gigantes cada vez son más precisos. Dice que cuando aprenda quiere enseñar a sus pequeños y cantarles. A él le encantan la rancheras y Luis Miguel. Ya empieza a sonar algo, pero Ignacio sale de aquí tocando como que me llamo Isaac.

Él, poniendo en práctica lo de “amor con amor se paga”, se ha convertido en una especie de entrenador personal. Aunque lo mío sigan siendo las carreras en círculos, me sacudo la prisión en el gimnasio con el mejor entrenador posible. Reconozco que los gimnasios no han sido nunca santo de mi devoción y las pesas aún menos, sin embargo, este tipo tiene una forma de entrenar que consigue en cada tarde que se te hinche el alma mucho más que los músculos. Además estoy en plena crisis de los cuarenta y en prisión, supongo que también ha tenido algo que ver. :D

Obviamente, estamos hablando del gimnasio de un módulo en una prisión y a pesar de sus condiciones damos gracias a Dios por poder tener algo con lo que apañarnos. Es un espacio del tamaño y el aspecto de un garaje (para un coche), siempre atestado, mal iluminado, mal sonorizado, mal equipado. Máquinas oxidadas y trucadas ingeniosamente para aumentar el peso, barras de dominadas desvaídas, poleas hechas con sábanas, mancuernas caseras, bancos de abdominales cojos y destartalados. Allí, justo antes de cenar, le damos a los hierros todas las tardes, disputándonos las máquinas, las barras y las mancuernas con otros presos, entre olor a sudor y cárcel. “Esto es lo que hay chaval, lo tomas o lo dejas”, “¿Estás de broma? Trae para acá pero ya, que vamos a hacer limonada.”

Lo peor de estar preso es sucumbir al asedio feroz de la espera. Aprovechar el tiempo, vivir estrictamente el presente y darle forma de oportunidad a este castigo es la única manera de no acabar enterrado en la derrota. Toma buena nota, tengo la convicción de que este enfoque es válido para cualquier situación adversa. Cómo veis, tanto Ignacio como yo lo intentamos poner en práctica a diario. Confío en que el Cristo de Medinaceli nos ayude.

amanecer_abismo_medinaceli.jpg
Cuando el desamor visita a un preso

Cuando el desamor visita a un preso

A veces, cuando escribo

A veces, cuando escribo