Y se abrieron las puertas

Y se abrieron las puertas

Y el hada madrina, con un semblante serio y sosteniendo aún la varita mágica, advirtió de nuevo a Cenicienta: “No olvides muchacha que, justo en la media noche, el hechizo se romperá, ese vestido, la carroza, los caballos… todo volverá a ser como antes, así que, antes de que el reloj dé las doce, regresa a casa” – La Cenicienta de Charles Perrault

 Haz el siguiente ejercicio. Intenta imaginar cuales serían tus sensaciones, tus prioridades, tus pasos, si tras estar más de ochocientos días encerrado en una cárcel, se abren por unos días esas puertas del demonio. Un anticipo de libertad en forma de permiso penitenciario que, durante cuatro días, como el hechizo de Cenicienta, convertirá los ratoncitos en esbeltos caballos, la arrugada calabaza en carroza y este look de presidiario en el de un hombre libre.

Para ponerte en situación, intenta primero imbuirte de una profunda sensación de privación de libertad, supongo que tras el maldito confinamiento por el Covid-19 te resultará más sencillo. Para hacerlo, tómate tu tiempo y recrea en tu imaginación el siguiente escenario: piensa que has estado durante más de dos años, siete días a la semana y 16 horas al día, en una celda de unos 12 m2. El resto del tiempo lo has pasado, casi siempre, en una especie de colegio público amurallado, con sus

aulas desvalidas, su monótono comedor y una pequeña pista de fútbol de cemento, asfixiantemente cercada. Te has despertado invariablemente a las siete de la mañana durante más de dos años, sin excepción y junto a otras rutinas dolientes. Han pasado sobre tu alma, como un hierro que forja la idea de estar preso, tres mil doscientos recuentos (cuatro recuentos diarios por unos 800 días).

- Recuento, recuento. En pie, luces encendidas y en pie al paso del funcionario.

Te has alimentado bien, pero a base de un menú repetitivo hasta decir basta. Durante este tiempo atributos gastronómicos del tipo punto de sal, al dente, gratinado, fresco o tierno, son puras bromas, algo lógico por otro lado, no puedes pedir más, estás en la cárcel. 

En verano, te acostumbras a beber el agua del tiempo, aunque llueva fuego, y en invierno, suerte tienes si la sopa está templada. No has probado el alcohol en dos años, ni una cerveza, ni una copa de vino, nada. Tampoco has conducido, ni montado en bicicleta, no hay Google al que preguntar, no has usado un móvil. Lo de estar “al aire libre” suena irónico aquí dentro y ya ni te digo lo de pegarte un baño o una barbacoa ente amigos.

Te has acostumbrado a caminar en círculos, con dignidad, pero también con un ademán inquietante de animal enjaulado. Aunque perdure, la alegría no es la misma amurallada. El horizonte, que era un amigo, ahora se ha vuelto huraño. Las estrellas palpitantes huyeron de tus noches y el mar no puede ser más, por mucho que te empeñes, que un intenso recuerdo…un anhelo.

Después de tanto tiempo en estas circunstancias, por encima de la detallada lista de deseos que has ido elaborando, prevalece la necesidad de confirmar las promesas que te has hecho a ti mismo, como un pacto de esperanza que te ha dado la fortaleza necesaria para llegar hasta aquí. Promesas elementales para un preso, promesas como que todo llega, como que de aquí se sale o como que el mundo espera. Cuando ingresas en prisión, cuando te ves en el fondo del vientre de este monstruo, cuando todo es abismo, lo mejor que puedes hacer es aprender a vivir en la oscuridad y evitar vivir proyectándote en un mundo que ahora no te pertenece.

¿Os podéis hacer una idea?

En ese capítulo quiero hablaros de esta experiencia, al fin y al cabo, uno de los objetivos de esta historia de cárcel es consignar los episodios más trascendentales y, sin duda, el primer permiso penitenciario lo merece. Por fin llegó el día, pero antes tuve que pasar una semana de turbadora impaciencia.

Los días se ralentizaron desesperadamente, poco a poco se frenó la inercia que aquí te acompaña, se espesó el tiempo, se fue ralentizando al compás de las veces que me imaginaba fuera. Te pones a listar deseos compulsivamente y luego intentas priorizarlos atendiendo a una lógica que evoluciona conforme se aproxima ese ansiado día. Una lista rebosante de cosas tan sencillas como inmensas, que tu corazón ha

ido apuntando en un saldo en números sangrientamente rojos que empiezan a ser insoportables. Tengo que confesaros que me enfadé un poco conmigo, porque llegué a sentir que todo ese trabajo de doma que había hecho con mi paciencia durante dos años se había ido al traste. Y en esa calma me encontraba, con la desesperación de un marino que ve su barco varado en una calma chicha, cuando tres vientos se levantaron para hincharme las velas más que nunca:

El primero, fue un cambio en el tono de voz de mis hijos, que parecía despertar y liberarse felizmente de esa prudencia amarga que lleva impidiéndoles tantos años confesar lo desesperados que están porque su padre vuelva a casa. Y en esas voces infantiles, pero valientes, se dispararon los planes, como tierras prometidas que se divisan, como cimas a punto de conquistar, como ¿ves que Dios aprieta, pero no ahoga?

El segundo viento fueron unas líneas de mi padre en una de sus luminosas cartas. Como buen marino no ha dejado de enviarme señales, pero no de barco a barco, sino de náufrago a náufrago, señales valiosas e indelebles. En su carta que celebra la noticia de mis permisos, me copia estás palabras de Cervantes en boca del Quijote:

“Súbete Sancho, que no es un hombre más que otro si no hace más que otro. Todas estas borrascas que nos suceden son señales de que presto ya ha de regresar el buen tiempo y hora es de sucedernos bien las cosas; porque no es posible que el mal y el bien sean durables, y de aquí se sigue que, habiendo durado mucho el mal, el bien está ya cerca”.

El tercer viento, el más suave y cálido, me llegó a través de unos ojos. Eran los de Mayte, que tantas veces me han mirado desde el otro lado de ese cristal del demonio y en el que el cervatillo herido que siempre asomaba se ha curado casi por completo. Una mirada inefable, imposible de devolver con justicia. Una mirada que contenía un deseo crecido, una pelea ganada y un misterio hechizante. Una mirada que recuperaba el brillo que le había robado esta cárcel de mierda y que me devolvía un trozo esencial de mi alma.

Y se abrieron las puertas.

He vivido intensamente cada minuto. He confirmado la sospecha de que lo que antes era poco ahora es mucho, pero sobre todo, que con poco basta para ser feliz. He sido consciente de cada momento, viviendo, pero también almacenando. Almacenando en mi memoria, en mi corazón, sin necesidad alguna de móvil. Sí, he almacenado besos a espuertas, caricias, cosquillas, abrazos, puestas de sol, olor a tostadas, barbacoa, voces amigas, sonrisas curadas, el mar expectante y familiar, el jadeante asedio de mi perro, el respirar en paz de mis niños, ya vencidos de charla, juegos y achuchones; los platos sencillos que ahora son poemas, los corazones agitados traspasando abrazos, la guitarra entre amigos, mi padre esperándome en la orilla y la ardiente reconquista del hueco de mi cama.

Y, como era de esperar, me ha sabido a poco. Y es ahora, en la celda, mientras escribo estas líneas, cuando más me doy cuenta de lo mucho que necesito recuperar mi vida. Es la otra cara de la moneda, como una especie de “efecto Cenicienta”, verte aquí de vuelta, a la espera de una libertad definitiva, sin profilácticos, sin interrupciones, sin recortes... Aún así, la amenaza de tener que volver a este agujero no me ha robado ni un minuto de libertad y eso ha sido una victoria. La peor parte, una amarga sensación de no poder devolverle a todos el amor que he recibido durante estos más de dos años de cautiverio. Un no tener tiempo para todo. Para darles las gracias y decirles en primera persona lo importante que ha sido para mi su apoyo, abrazarles y celebrarlo juntos. Ese día también llegará, lo prometo.

Por cierto, en unas horas y Dios mediante, volveré a salir unos días de permiso. La orilla se acerca. I can’t wait.

Cuarentena en prisión

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Ensayo sobre la libertad escrito en prisión

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