Breve historia de un delirio II

Breve historia de un delirio II

"Estoy pasando un bache, un revés, un agujero, un no sé qué me pasa, que ni yo mismo me entiendo”. - Luis Eduardo Aute

Estoy seguro de que a muchos de vosotros os conmovió la historia de A. Algunos incluso me habéis pedido que os cuente como continuaba. No me imaginaba que, en tan poco tiempo, pudiera traeros noticias, pero los acontecimientos se han precipitado y hoy, gracias a Dios, puedo continuar el relato con mucha más esperanza. Los médicos, tras unos días de observación, diagnosticaron que los delirios de nuestro amigo eran el debut de una enfermedad tan hija de puta como la esquizofrenia. Una enfermedad, que aunque siempre es dura, a menudo se estigmatiza sin tener en cuenta sus múltiples intensidades y versiones. Tras un breve periodo de observación y ver que reaccionaba positivamente a la medicación, debieron pensar que era más conveniente mandarlo de nuevo al módulo, en un ambiente más “normalizado" en el que se le pudiera controlar de una manera más indirecta.

Le he acogido en mi celda y se ha convertido al mismo tiempo en mi “tronco” de chabolo y en mi ilustre invitado. Un invitado bienvenido, un invitado querido, un invitado que me entrega cada día mucho más de lo que yo pueda ofrecerle. Le han administrado una medicación que le calma y consigue milagrosamente disipar sus delirios. Todas sus conversaciones ahora son centradas y, lo mejor, dejan adivinar en algún lugar de su interior una alegría luchando por triunfar que consigue estremecerme. Lo malo de esas medicinas es que atontan un poco su voluntad, le golpean la memoria y le ahogan en una legañosa somnolencia.

- A, tienes que ponerte guapo, que hoy viene a verte tu chica. Anda, arréglate esa barba y pégate una buena ducha.

- No, esa no, yo creo que te quedará mejor esta camisa, pruébatela.

- Cómete esa fruta que son vitaminas.

- ¿Te has lavado ya los dientes?

- Cuando vuelvas de la comunicación nos ponemos con la colada que no te quedan calcetines limpios.

Hoy, tras convivir con él durante casi dos semanas y viendo su comportamiento, estoy seguro de que con una proporcionada y bien pautada medicación, con una terapia acertada y con esa luz que persiste en su interior, A se va restablecer. Va a conseguir superar la prueba más difícil de su vida y va a dominar del todo a esta impertinente sombra negra que le acecha y que ya empieza a saber espantar.

Antes de entrar en prisión, mis conocidos y familiares, sin criterio alguno y tirando de sentido común, me advirtieron de lo poco conveniente que sería hacer amigos en prisión. Es algo entendible, sobre todo si te dejas convencer por la creencia estúpida y supersticiosa de que en la cárcel sólo están los malos. Insisten a toda costa en que evite cualquier tipo de amistad, como si tuviera que aplicar un profiláctico a las relaciones que forjara en prisión. Luego, cuando entré aquí dentro, algunos presos también insistieron en esta idea, una idea mucho más imperdonable esta vez, porque surgía más de una inercia de recelos que del puro y legítimo criterio que ofrece la experiencia. Por suerte, voy sacudiéndome los prejuicios a un ritmo aceptable y por supuesto que no tengo reparo, faltaría más, en desarrollar hasta el infinito mi amistad con A, con su vínculo y sus afectos. A es mi amigo, A es un hombre.

Me gusta ambientar la celda, crear una atmósfera más hogareña, más íntima. Lo consigo con la luz indirecta del flexo, con música y con un incienso suave que huele a naranja y canela. Esto le gusta tanto a nuestro amigo que me miente afirmando con una sonrisa que en este chabolo se siente como en casa. “Ya será menos, hay comparaciones intolerables, hombre”.

Esta noche, justo antes de sentarme a escribir estas líneas, hemos hecho una sesión de relajación guiada mientras sonaban de fondo los nocturnos de Chopin. Como no tengo un texto para leer durante la sesión, mientras lava sus calcetines, me invento uno como puedo, intentando recordar algunas sesiones pasadas guiadas por un CD que no logro conseguir. Estrujando mi memoria, me pongo a redactar estas líneas que luego le leo con voz sosegada y a ritmo de caracol.

“Estamos en una playa desierta y luminosa. Caminamos descalzos hacia un lugar cerca de la orilla y nos detenemos justo donde notamos que la arena tiene la temperatura perfecta. El sol brilla generoso  e inmóvil en lo alto de un cielo raso. Notamos como sus rayos amables nos calientan la piel con delicadeza. Se mueve con desgana una brisa templada y suave que nos acaricia apaciblemente. Las sentimos en nuestra piel entrelazada con los rayos templados del sol. Nos tumbamos con cuidado en la arena dorada y notamos como su calor nos abraza y sentimos una escalofrío agradable y prolongado recorriendo todo nuestro cuerpo. Nos recreamos en estas sensaciones, las retenemos y dejamos que nos acaricien. Nuestro cuerpo se acomoda en la arena como un guante y notamos la corriente de energía que la tierra templada nos entrega.

Respiramos lenta y profundamente por Ia nariz y absorbemos un aire limpio que huele a brisa marina y a brea y que nos refresca y nos limpia. Respiramos una y otra vez sintiendo al mismo tiempo como los rayos de sol suaves acarician cada rincón de nuestro cuerpo y traspasan nuestra piel llenándonos de luz. Una luz bella y curativa que reverbera serena en nuestros contornos. Es una luz nueva, una luz divina. Sentimos como nos hace bien, como barre lo malo hacia fuera a través de la respiración. Con el aire que expulsamos eliminamos pesares y miedos. Respiramos una y otra vez, despacio y profundamente y nuestro pecho se llena de aire y de luz. No es una luz cualquiera, es una luz divina que nos hace bien y nos cura las heridas. Nos sentimos muy afortunados en este momento. También agradecidos. Damos las gracias con el corazón. Gracias, gracias, gracias. Respiramos lentamente, con un vaivén sereno y estable. Ponemos toda la concentración en la respiración, mientras nos dejamos abrazar por una atmósfera limpia y luminosa.

El sol continúa transmitiéndonos una incansable y poderosa corriente de energía templada y sanadora que envuelve nuestro ser con un manto de bienestar. Cerca de nosotros, tan cerca que las podemos oír con claridad, las olas del mar bailan una danza antigua y sensual con un ritmo estable que nos mece y nos arrulla. Todo está en calma y esa calma nos permite verlo todo con más claridad, sin necesidad de pensar. No pensamos, solo respiramos, sentimos, nos dejamos envolver por todas esas sensaciones placenteras que nos acompañan. Tomamos conciencia de la paz que sentimos.

De nuevo ponemos toda nuestra atención en la respiración y cada vez que expiramos nos sentimos un poco más ligeros. Una ligereza agradable que nos hace sentir muy bien. Nos sentimos tan ligeros que, cuando sopla la brisa con un poco más de fuerza, parece que nos vamos a volar suavemente. Esa sensación de flotabilidad es sumamente placentera, nos mece en una ingravidez esponjosa y maternal. Nos sentimos tan ligeros como una pluma, como una pompa de jabón, como una nube…”

En ese mismo punto, cuando estábamos a punto de despegar, un ronquidito leve me indica que es momento de parar, porque A, se ha quedado dormido. He guiado la sesión disfrutando lentamente, mientras observaba con interés y satisfacción cómo nuestro amigo gozaba, con una sonrisa boba y apacible, de esas que incluyen hilo de baba. Le debió gustar, porque al día siguiente me propuso ilusionado hacer otro “viaje a la playa”, como el niño pequeño que le a su padre que le vuelva a contar un cuento. Es improbable que nuestro amigo consiga permanecer despierto más tarde de las 21:30 a causa de la fuerte medicación, pero el poco rato que compartimos juntos es para mi impagable. Lo intento llenar de oportunidad.

Justo esta semana, como si fuera una señal sugiriéndome algo, sintonicé un programa de radio, casi por casualidad, en el que reproducían una entrevista hecha hace años a una tal Nise da Silveira, una longeva psiquiatra brasileña que investigó cómo el trabajo y la creatividad tenían un efecto sanador en los enfermos mentales. Describía como quedaba demostrado que los niños que padecían este tipo de enfermedad y que nacían en una ambiente campesino, donde crecían haciendo labores en el campo, desarrollaban la enfermedad de una manera mucho más saludable que los enfermos del mismo tipo que nacían en familias acomodadas de la ciudad.

Conversando sobre quehaceres y sobre futuro, me cuenta su amor por los coches y lo mucho que le gustaría montar una negocio de compraventa. No tiene ni idea de por dónde empezar y tampoco sabe que yo doy clases de emprendimiento, por lo que le voy a poner las pilas. Le he puesto a trabajar sobre el tema, a estructurar las ideas, a fijar objetivos, a contestar preguntas para concretar, para medir, para avanzar; ¿qué?, ¿cuándo?, ¿cómo?, ¿cuánto?, etc. Me emociona verle bajo el flexo, encorvado sobre el papel, luchando contra el sueño, mientras contesta el cuestionario que le he pasado, haciendo comentarios ilusionantes y preguntas, que me confirman no sólo su sensatez, sino también su inteligencia. Con esto, por lo menos, conseguimos dos cosas: Por un lado, alimentamos un propósito y, por otro, nos enredamos en  un proceso creativo estimulante y lleno de significado.

Y con estas noticias, amigos, doy por terminado este delirio. Y, aunque la historia de A es toda una vida por delante que no ha hecho más que empezar, yo cierro para siempre este episodio de locura. Me despido, por tanto, esperanzado, con alguna lección aprendida y con un amigo más en el cofre del tesoro. Pidiéndole a mi buen Dios que me respete la cordura, sin negarme, eso sí, ese punto de locura necesario para vivir la vida con suficiente ímpetu, fe y valentía.

8 ideas para el confinamiento por Coronavirus escritas desde una celda

8 ideas para el confinamiento por Coronavirus escritas desde una celda

Los arquetipos de Jung y la Resiliencia

Los arquetipos de Jung y la Resiliencia